lunes, 13 de julio de 2015

Adela




La fachada de la casa de enfrente es triste. La pintura está sucia y ajada por el paso de los años aunque aún se intuye el color amarillo que lucía en otro tiempo. Su única ornamentación son tres hileras de ventanas blancas con las persianas echadas. Una hilera por cada piso.  Algunos cristales exhiben carteles de “SE VENDE”.
Son pocas las personas que al pasar por delante se fijan en lo penoso del edificio o se detienen a leer el número de teléfono de la inmobiliaria “El Cantón” sin embargo,  las que sí levantan la mirada, pueden sentir sin grandes dificultades la tristeza que irradia el inmueble. Para los transeúntes es una cuestión estética, superficial, pero en realidad la melancolía proviene del interior de la casa y se escapa a través de la ventana del extremo izquierdo del segundo piso,  la ventana por la que solía asomar nuestra vecina Adela.
Adela era una señora mayor normal. Tenía el pelo canoso y corto de señora mayor normal, una muleta de aluminio y una leve joroba.  Su voz era muy característica, algo afónica, como si padeciese de pólipos en la garganta y salía proyectada a través de unos dientes postizos de color grisáceo.  Recuerdo que sus piernas estaban hinchadas y cubiertas por unas medias finas que terminaban en unas zapatillas de fieltro de las de andar por casa. Olía a la barra de pan que compraba todos los días en el quiosco de la esquina, dónde mi familia se la solía encontrar y surgían conversaciones baladís que acababan dilatándose más de la cuenta. El trato era cercano y afectuoso.
A menudo la cabeza de Adela sobresalía de la cornisa esperando a que mi hermana Cristina y yo volviéramos del colegio para lanzarnos caramelos desde allí arriba. Según cuenta mi madre, esta afición de Adela de observarlo todo desde las alturas salvó mi vida cuando yo sólo tenía dos años. Cris, que me doblaba la edad, estaba jugando conmigo en el saloncito mientras mamá preparaba algo de comer en la cocina. Por algún motivo Cristina, con toda su inocencia pueril, decidió subir la persiana de la habitación y, seguidamente, correr el cristal; para que yo, con toda mi perspicacia, me animase a echar un vistazo. Sabe Dios lo que me hubiera pasado de no haber sido por los gritos de Adela desde esa ventana del extremo izquierdo, los cuales consiguieron alertar a mi madre. En la versión de los hechos que me fue relatada, cuando acudieron a rescatarme ya tenía medio cuerpo meciéndose sobre el marco, en un debate entre dentro o fuera. Mi santa madre asegura que en aquel instante sólo se podían ver mis pies y que se apresuró a tirar de mis tobillos hacia ella para poner fin a mi dilema suicida.
A pesar del incidente, no he dejado de asomarme por esta misma ventana que tras una reforma, al cumplir yo los siete u ocho años, pasó a pertenecer a mi dormitorio. No sé  si habrá sido por los carteles de la inmobiliaria o si, como Proust con su magdalena empapada en té, el gesto de apoyarme en el quicio me ha trasladado a aquellos momentos. Lo que sí tengo claro es que la fachada de enfrente es triste porque ya no caen caramelos de ella.


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