viernes, 24 de julio de 2015

El Signo

Este es un fragmento del poema El Signo, que pertenece al último libro publicado de mi tío abuelo José Luís: La rana (1969). Es casi profético.
                                  EL SIGNO
                                         I
“Yo acuso a Europa de haber roto el Compromiso del
hombre,
yo acuso a Europa de haber violado la indemnidad del
alma.
Acuso a Europa de haber encendido las brasas de la codicia
sobre la unidad de los seres.
La acuso de haber mancillado la santidad de las cosas,
de haber aplacado su sed y calmado su hambre
con el hambre y la sed del entero mundo.
La acuso del expolio del paraíso,
de haber exprimido el fruto hasta saltarle la semilla de oro.
Esa semilla violentada, depredada en su ser,
nunca más repetirá el modelo en sí misma ordenado.
Tan sólo en frutos mútiles,
en pervertidas creaciones
-fetales ansias del páramo a que ha sido arrojada-
podrá germinar de nuevo.
Sus blandas linfas chorreantes, sus pulpas sangrientas,
desbordarán la faz de la Tierra
deshonrando la vida, erizando
de agrias estridencias los ecos del corazón,
vistiendo de purulentas adherencias el don de la palabra.
Yo acuso a ese estómago de rumiante llamado Europa,
próvido del ayer y del hoy, del mañana y del pasado
mañana,
cuádruple granero donde fermentará la rabia del despojo
hasta hacerle eructar el dolor de cien siglos,
expeler el verde gas de la paz de los muertos,
vomitar el hedor letal de la sangre,
colérica corriente que no querrá cesar,
plétora deyectada
cuyo vacío arrancará a su vez la sangre del rumiante
en arroyos, en ríos, en océanos
que el viento de la culpa encrespará sin tregua
alzando prismas escarlata, poliédricos espejos
donde la vaca podrá contemplar, multiplicada,
su fea jeta moribunda.
Yo imputo a Europa el alarido que la acosa,
el magisterio del rugido y del zarpazo,
la estéril crueldad, la vana arrogancia, la caldeada astucia,
La hipocresía glauca, la frígida traición,
toda la ignominia clamante
desbordada de la cloaca de su historia,
untuoso légamo
que ha embadurnado al mundo, imagen suya,
ávido discípulo,
aventajado alumno del turbión de la vida.
Yo acuso al espíritu de Europa de haber suplantado al
Espíritu.
Yo acuso a esa fuerza de haber ahuyentado a la Fuerza.
Sí, la Fuerza que tiene lágrimas
no puede convivir con la fuerza que tiene dientes.
Yo imputo a Europa haber cegado el ojo de Alejandría,
el párpado cimiento,
la voz del Cristo, destelleante.
Yo la acuso de haber honrado su nombre
con mares de sudor y de miedo,
con ocasiones de fatiga,
con montañas de piedra que pesan sobre su cuerpo puro.
Acuso a ese esmerado amor
que levantó suntuosas cárceles donde encerrarlo
muellemente,
a esa Europa, dechado de perfidia,
que no destruye a su enemigo,
que lo utiliza, lo digiere, lo soborna
con la hez de su cuantiosa hacienda.
Europa es Anaías y la mujer de Anaías.
Y, con ella, acuso
a los que han pactado con los carceleros
por amor de la obra.
¿Están seguros de no haber errado?
¿Veinte siglos de catacumbas no hubieran sido
tal vez
La simiente de la flor inmarchitable?
¿Sabían
el caudal de dolor que Dios nos tiene fijado,
la cuenta de sangre pura
que reclama? […]”

José Luís Prado Nogueira

lunes, 13 de julio de 2015

Adela




La fachada de la casa de enfrente es triste. La pintura está sucia y ajada por el paso de los años aunque aún se intuye el color amarillo que lucía en otro tiempo. Su única ornamentación son tres hileras de ventanas blancas con las persianas echadas. Una hilera por cada piso.  Algunos cristales exhiben carteles de “SE VENDE”.
Son pocas las personas que al pasar por delante se fijan en lo penoso del edificio o se detienen a leer el número de teléfono de la inmobiliaria “El Cantón” sin embargo,  las que sí levantan la mirada, pueden sentir sin grandes dificultades la tristeza que irradia el inmueble. Para los transeúntes es una cuestión estética, superficial, pero en realidad la melancolía proviene del interior de la casa y se escapa a través de la ventana del extremo izquierdo del segundo piso,  la ventana por la que solía asomar nuestra vecina Adela.
Adela era una señora mayor normal. Tenía el pelo canoso y corto de señora mayor normal, una muleta de aluminio y una leve joroba.  Su voz era muy característica, algo afónica, como si padeciese de pólipos en la garganta y salía proyectada a través de unos dientes postizos de color grisáceo.  Recuerdo que sus piernas estaban hinchadas y cubiertas por unas medias finas que terminaban en unas zapatillas de fieltro de las de andar por casa. Olía a la barra de pan que compraba todos los días en el quiosco de la esquina, dónde mi familia se la solía encontrar y surgían conversaciones baladís que acababan dilatándose más de la cuenta. El trato era cercano y afectuoso.
A menudo la cabeza de Adela sobresalía de la cornisa esperando a que mi hermana Cristina y yo volviéramos del colegio para lanzarnos caramelos desde allí arriba. Según cuenta mi madre, esta afición de Adela de observarlo todo desde las alturas salvó mi vida cuando yo sólo tenía dos años. Cris, que me doblaba la edad, estaba jugando conmigo en el saloncito mientras mamá preparaba algo de comer en la cocina. Por algún motivo Cristina, con toda su inocencia pueril, decidió subir la persiana de la habitación y, seguidamente, correr el cristal; para que yo, con toda mi perspicacia, me animase a echar un vistazo. Sabe Dios lo que me hubiera pasado de no haber sido por los gritos de Adela desde esa ventana del extremo izquierdo, los cuales consiguieron alertar a mi madre. En la versión de los hechos que me fue relatada, cuando acudieron a rescatarme ya tenía medio cuerpo meciéndose sobre el marco, en un debate entre dentro o fuera. Mi santa madre asegura que en aquel instante sólo se podían ver mis pies y que se apresuró a tirar de mis tobillos hacia ella para poner fin a mi dilema suicida.
A pesar del incidente, no he dejado de asomarme por esta misma ventana que tras una reforma, al cumplir yo los siete u ocho años, pasó a pertenecer a mi dormitorio. No sé  si habrá sido por los carteles de la inmobiliaria o si, como Proust con su magdalena empapada en té, el gesto de apoyarme en el quicio me ha trasladado a aquellos momentos. Lo que sí tengo claro es que la fachada de enfrente es triste porque ya no caen caramelos de ella.